«La lección de Jaime», primer premio del IV Certamen de SEPAR Relato Breve sobre salud respiratoria
A continuación os ofrecemos el relato ganador del IV Certamen SEPAR Relato Breve sobre salud respiratoria, escrito por Salvador Díaz Lobato. Este primer relato que recoge el libro, revela con una fuerza extraordinaria –como las demás narraciones– aquello que nuestros escritores, pacientes, profesionales, ciudadanos, han sido capaces de plasmar acerca de sus vivencias y sensaciones, alrededor de la salud respiratoria.
LA LECCIÓN DE JAIME
Jaime me dio una de esas lecciones que solo un paciente puede dar. ¿Por qué no quieres realizar el tratamiento con el respirador?, le pregunté un día.
Jaime irradiaba adolescencia con sus 16 años. Tenía una deformidad torácica enorme y no respiraba bien. Yo le decía que el mejor tratamiento para la insuficiencia ventilatoria crónica secundaria a una cifoescoliosis era usar ventilación mecánica mientras dormía. Y que, además, esto sería así durante toda su vida. Así, tal como suena, con ese lenguaje que usamos los profesionales de la medicina tan alejado de la realidad de la persona que sufre la enfermedad. Intachable desde el punto de vista científico, pero aterradoramente duro para un chaval que está empezando a vivir.
Jaime veraneaba en Alicante. Se levantaba muy temprano para ir a la playa. Le encantaba contemplar el amanecer removiendo la arena con sus pies. Pero lo que más le encantaba es que estaba solo. Podía lucir su bañador y darse un chapuzón sin que nadie pudiera observar su deformidad. A nada que detectara algún movimiento humano en los alrededores, Jaime huía de la playa, literalmente hablando. Mientras corría, se colocaba un blusón ancho con una destreza propia de muchos años de entrenamiento. Jaime odiaba a los playeros madrugadores. Era muy fácil de entender. No quería que le viera nadie. No quería que su deformidad fuera centro de atención. No quería que ningún niño tuviera la oportunidad de decir: “Mira papá, mira ese….”. El cerebro de Jaime completaba la frase: monstruo era la palabra que más se repetía dentro de su cabeza. ¿Por qué el ser humano siempre añade la palabra que más daño le hace?
¿Sabes, doc, por qué no quiero el respirador?, me dijo un día que se encontró con las fuerzas suficientes para enfrentarse a sí mismo. Yo inmediatamente pensé lo que pensaría cualquier médico: la mascarilla le agobia, el arnés le aprieta la cabeza, no aguanta tanta presión al respirar, el ruido… incluso imaginaba qué asincronía podría ser responsable de la intolerancia del paciente a la ventilación. Jaime había conocido la ventilación mecánica en un ingreso hospitalario y había experimentado en sus propias carnes los entresijos de estar conectado durante horas a un respirador. ¡Qué equivocado estaba yo!
Mira, doc. Entiendo que lo que me planteas es por mi bien y que si uso el respirador todas las noches voy a estar mejor. Es duro dormir conectado a una máquina, aunque creo que podría soportarlo y llevarlo bien. Pero hay un problema: si firmo este contrato vital, nunca tendré novia, nunca me casaré. Nadie querrá estar conmigo, con mi deformidad y, por si fuera poco, con mi máquina. ¿Quién se va a querer acercar a mí en estas condiciones? ¿Cómo voy a imaginar que alguien acepte vivir con una persona así?
Me quedé de piedra, sin palabras ni capacidad de reaccionar. En los libros en los que había estudiado y en los artículos que había leído no aparecía este criterio como contraindicación para la ventilación domiciliaria. Tampoco como efecto secundario. Nunca había imaginado que la ventilación mecánica domiciliaria impactara de esta manera en el proyecto vital de los pacientes. Al contrario, como médico, siempre pensaba que deberían ponerse contentos al ofrecerles un tratamiento que iba a mejorar su calidad de vida.
¿Así? ¿Así cómo?, le dije. Eres una persona maravillosa, con una riqueza y unos valores increíbles. Eres honesto, sensible, delicado, bondadoso, tierno, generoso, responsable, agradecido, amable, humilde… eres auténtico, Jaime, ¿sabes lo que eso significa?, que tus sentimientos son verdaderos y leales. Eres la persona con la que cualquier chica soñaría para tener una relación seria; compromiso y autenticidad es lo verdaderamente importante… Agoté todo mi repertorio para convencerle, evitando decirle que la belleza está en el interior, frase manida que puede volverse en contra de quien la pronuncia.
Jaime me escuchó atento mirándome a los ojos sin pronunciar una sola palabra. Tras unos segundos de silencio, me dijo: “Lo siento, doc, no puedo”. Se levantó y se fue cerrando la puerta.
Pasaron años y un día Jaime se presentó en el hospital. Su cara de felicidad me hizo presentir lo mejor. Jaime había completado estudios universitarios, se había casado y tenía una niña preciosa de dos añitos.
-Cuánto me alegro de verte, ¡se te ve genial!, le dije.
-Hola, doc, no pasan los años por ti, estás igualito, je, je.
-Tú no, te has hecho todo un hombre.
-Ni te imaginas por qué he venido.
-A ver, déjame adivinar…
No me dejó terminar la frase.
-Quiero que me pongas el respirador, dijo poniéndose serio. Bueno, si consideras que aún debo usarlo.
Jaime había conocido a una chica en la universidad de la que se enamoró, y su mayor sorpresa fue que ella le correspondió. Jaime le contó su vida, sus historias, sus luces y sus sombras, y sin poder evitarlo llegó al capítulo de la ventilación mecánica. Ella no entendió el alto precio que su pareja estaba pagando al negarse a realizar el tratamiento médico que le habían recomendado y mucho menos entendió los motivos de tal rechazo. Y le salió del alma: “Jaime, no voy a dejar de quererte porque uses una máquina para dormir. Si te hace bien, yo quiero lo mejor para ti. Además, quiero la mejor versión de ti, disfrutar la vida contigo y con los niños que tengamos, durante muchos años”.
Jaime se quedó pensativo recordando aquella conversación con su doc años atrás y se dio cuenta que estaba a punto de incorporar al cúmulo de virtudes que éste le había enumerado la más importante: la aceptación. Jaime había madurado y por fin había tomado la decisión de abrir la puerta que un día cerró.
Iniciamos la adaptación de Jaime al ventilador y cuando estaba probándose la mascarilla, haciendo gala de su sentido del humor, me dijo: “Doc, si vuelve a tener otro paciente tan idiota como yo, dígale de mi parte que es posible el amor aunque tengas un respirador”.
Y los dos nos reímos a carcajadas. Y nos seguimos riendo cada vez que nos vemos y recordamos esta historia.