«Los mejores años», tercer premio de la II edición del premio SEPAR Relato Breve
Por dos veces reprimió una ligera tos antes de levantarse, excusándose ante aquellos que la acompañaban en la mesa.
—Me tendréis que disculpar. Necesito ir al aseo a empolvarme la nariz —dijo Melissa.
—Voy contigo —dijo la esposa de uno de los ejecutivos, a quien había conocido dos copas de champán atrás.
—No te molestes.
Melissa debió de decirlo de tal manera, que su mirada interrumpió de súbito el superfi cial interés de la mujer por acompañarla. Recogiendo su diminuto bolso perlado, se levantó buscando con la mirada y con una sonrisa exclusivamente educada a todos los que había en la mesa. Incluido a su marido, Charlie.
Un par de días atrás, el presidente Kennedy había sido disparado con fatal desenlace en las calles de Dallas. La junta directiva de Aston & Perk llevaba varias semanas anticipando esta cena, y a pesar de la tragedia siguieron adelante con la celebración. Los últimos dos trimestres habían obtenido unos benefi cios históricos.
Melissa se levantó de su silla para descubrir un espectáculo: la luz hacía juegos de formas oníricas con el humo de los cigarrillos y puros, cargando el ambiente, dándole esa calidez y esa clase de las que pocos lugares de la ciudad podían presumir. El aroma era característico también, pero a Melissa hacía tiempo que le costaba diferenciar algunos olores. Incluso algunos sabores. Las mismas fi guras onduladas le hicieron dudar hacia dónde comenzar a caminar en busca del aseo. Hacia allí.
Entró, y con el puño sosteniendo sus labios, reprimió una tos ligera, sin fuerza, pero que parecía llegar de lo más profundo de sus pulmones. La sensación volvió a su garganta; se preparó de nuevo para contener los impulsos refl ejos, pero esta vez el ímpetu vino con una fuerza mayor. Su tos llamó la atención de algunas de las mujeres que estaban usando el baño en ese momento, más por la inconveniencia que por una preocupación sincera, por lo que trató de contenerse apretando el pañuelo contra su boca y entrando en el cubículo que quedó libre. Tras un par de minutos sentada, y con la cara entre sus manos, la sensación que intimidaba su garganta se fue disipando. Retiró el pañuelo
de sus labios. La sabana de papel blanco, suave y lisa, se había convertido en una bola deforme y maltratada, pero nada más. Siempre temía encontrarse un pequeño círculo carmesí, inequívoco sello de problemas.
Salió del cubículo y, ciertamente, retocó su maquillaje. Sacó de su bolso un paquete a medias de Aston & Perk, y extrajo con cuidado un cigarrillo. Estaba exhausta, y aunque su ausencia llamaría la atención, necesitaba recuperar el aliento.
—Pensábamos que habrías perdido el conocimiento ahí dentro, querida —dijo una de las mujeres más mayores al volver a su mesa.
Melissa sonrió educadamente sin responder.
—¿Te encuentras bien, Mel? —le susurró Charles, que únicamente la llamaba así cuando estaban solos, una vez sentada
—Claro. Un poco de tos. No quería aguaros la sobremesa.
—Siempre es un poco de tos. Tenías que haber pedido cita con el doctor.
—Es sólo tos.
—Mel, toses cada mañana cuando te levantas. No puede ser “sólo tos”.
—Tú también toses.
—¿Yo también?
—Sí —respondió cortante.
A Charles le tomó un par de segundos encajar la contestación.
—No sé, no me habré dado cuenta. Supongo que es normal —Charles agachó la cabeza, literal y metafóricamente, y se quedó mirando el mantel al tiempo que jugueteaba con un Cohiba entre sus dedos. Pasaron las últimas horas de la noche en silencio. No
estaba enfadada, sólo que no le apetecía hablar.
A Charles le estaba yendo bien. Nos estaba yendo bien. Quizá un pequeño Charlie.
Pronto. ¿Quién sabe? Mejor no precipitarlo. Ambos éramos jóvenes y teníamos tiempo a pesar de que mis mejores años ya habían pasado. Mi madre se preocupaba más por mis “mejores años” que yo misma. Charles ni tan siquiera hablaba del tema. “Cuando tenga que ser, será.” Así solía zanjar cualquier conato de discusión.
Los beneficios de la tabacalera Aston & Perk Ltd. no paraban de crecer. Charles se encargaba de que el producto tuviera esa distinción que las élites buscaban en el tabaco: “Si un hombre no tiene un cigarrillo en la mano mientras habla y en la boca mientras escucha, no es un hombre.”
Los compromisos la habían dejado derrotada. Lo cierto es que no tenía tiempo de pensar en ir al médico cuando todo lo que le iba a recetar era reposo y aire fresco. Quizá por eso prefería el silencio. Le avergonzaba, pero en ocasiones se sentía aliviada culpando a Charlie de estos estúpidos ataques de tos.
Se mantuvieron callados hasta que los dos estuvieron metidos en la cama.
—Lo siento. De verdad. Pero estoy preocupado por ti —dijo Charles.
—Lo sé, pero no tienes por qué. Llevamos unos días bastante movidos. Las vacaciones
nos sentarán bien. Ya lo verás —dijo Melissa.
—El aire de Hawái… —Charles esbozó una sonrisa sin darse cuenta—. Sí. Tienes razón. Pero creo que deberías ver al doctor, para quedarnos tranquilos. Hazlo por mí.
Melissa entornó los ojos por enésima vez esa noche. Lo cierto es que la preocupación de Charles era sincera, e incluso tierna.
—De acuerdo, Charlie, mañana llamo sin falta —dijo con una sonrisa.
Sienta bien dejarse ganar en algunas batallas.
—Gracias, Mel.
Y su cara de orgullo se iluminó al tiempo que aplastaba con satisfacción el cigarrillo contra el cenicero dorado de la mesilla de noche.
Esto sí era nuevo. La tos la asaltó en mitad de la noche arrebatándole el sueño. Se incorporó a medias en la cama sin encender la luz. Charles seguía dormido y su tos no bastaría para despertarle. Por pereza o por sueño, Melissa no se molestó en levantarse al baño, pero quizá fuera uno de los ataques más intensos que recordaba. Alargó el brazo y tanteó la mesilla en la oscuridad buscando un pañuelo. Como hizo en el aseo, lo apretó fuerte contra sus labios al tiempo que trataba sin éxito de reprimir la tos. Apenas consiguió aliviarla, se recostó, y el sueño y el cansancio no le dieron oportunidad de soltar el pañuelo de entre sus dedos.
—Melissa. Mel. Cariño, ¿estás bien?
La voz de Charlie sonaba lejana pero en un tono extraño que la obligó a despejarse más rápido de lo normal. Melissa abrió los ojos con difi cultad, distinguiendo la silueta de su marido al borde de la cama. Cuando alcanzó a enfocar su cara, pudo ver la preocupación en sus ojos.—Mel. Tenemos que ir al médico. No estás bien.
—Sí, te lo prometí. Llamaré a lo largo de esta mañana —dijo casi sin abrir los ojos.
—No cariño, tenemos que ir ya. Ahora.
Melissa se tomó el mensaje con sorpresa y de tal manera abrió los ojos. Los rasgos de
Charles se debatían entre la inercia y la tensión. Hasta ese momento, no había sido consciente del regusto metálico en su boca y de la tirantez en sus labios secos. El pañuelo que Melissa aún sujetaba tenía un color rojo oscuro. No sólo la sangre no había respetado ni una pulgada del pañuelo, sino que la tos la había extendido también por la almohada y las sábanas.
Melissa cerró los ojos. “Mis mejores años”, pensó.
Sergio Sánchez Fraile