1er Premio / III Certamen SEPAR Relato Breve sobre salud respiratoria – SeparPacientes

Hemos pasado tiempos muy difíciles de pandemia, donde apenas existía el intercambio de palabras, ni mucho menos de abrazos o de besos. Sin embargo, nuestros pacientes, nuestros profesionales, cuando la tristeza estaba a punto de colmar el vaso de la desesperanza, escribieron, y expresaron muchos sentimientos callados y encerrados. Y plasmaron su experiencia en poemas, canciones, escritos y relatos, que sirvieron para templar el espíritu y aliviar los momentos de dolor y devolvernos la alegría.
III Certamen SEPAR Relato Breve sobre salud respiratoria de SeparPacientes es fruto de todo ello. En un año muy especial, cuando ya casi está vencida la pandemia, nuestros escritores nos devuelven, mediante la magia de las palabras, tantos deseos, tantos abrazos y tantos besos contenidos. En defi nitiva, nos devuelven la esperanza.
A continuación os ofrecemos el relato ganador del presente certamen, escrito por José Ramón Codina Villalón.
Un domingo más
Del lado izquierdo, la maraña de cables y números palpitantes. Artefactos que me unen a la vida, que escuchan mis entrañas y llevan la cuenta de los latidos. De frente, dos butacas vacías, las de los acompañantes familiares. Al fondo, el televisor por monedas, siempre encendido, su sordo murmurar de compañía simulada. Una mancha de humedad en el techo y un ramo de fl ores desubicadas que no saben a quién mirar. La puerta de la habitación recortada continuamente por siluetas vestidas en un traje de fatiga, tristeza y desesperanza. Rostros sin nombre tras los que adivinas un gesto amable, esperanzador. En la otra cama, unido a la vida por su propia maleza de cables, asoma el brazo sarmentoso de Matías. Su perfi l difuminado hundido en la almohada. Su cuerpo devorado por un colchón que crece a medida que él encoge. Viéndolo, pienso que hay algo de circunferencia en la vida, un abrazo que reconcilia, que acorta distancias entre lo que fuimos, el pasado imperfecto, y lo que somos. La musculatura, la piel, la estatura, todo encoge, pero a su vez adquiere gravidez, dejándonos más cerca, más pegados a la tierra. Como si a modo de advertencia se nos desalojara todo aquello que nos sobra. Matías es, en esencia, un saco de angustias y temores, un ermitaño sin su concha. ¿Puede uno encoger en dos semanas? Aquí, el anhelado descanso nunca llega. El silencio se rompe a cualquier hora por un sonido urgente, por el eco de unos zuecos acelerados resonando en el pasillo o un número de una habitación pronunciado a voces, con premura, por el llanto de una mujer que llora tras una máquina expendedora. Una especie de macabra lotería que reparte su desgracia a diario. Y uno siente ganas de morir, aunque sea por un rato. Contemplo absorto el gotero. Una gota asoma, engorda lentamente, se suspende como una perla diáfana. Se desliza por el conducto hasta entrar en mí como un afl uente vital. Tres segundos. Una gota… otra… Me fascina ese momento. Quiero ser gota, renacer una y otra vez en tres segundos.
El pobre Matías no deja de toser. Cuando aún podía, me hablaba con nostalgia de sus hijos, de sus nietos. Como quien habla de un libro al que le faltan capítulos. Ya no habla. Emite una respiración cavernaria, profunda, sin ritmo, a capricho de sus fuerzas. Como pidiendo permiso en cada inspiración, agradeciendo cada nuevo aliento. Ayer estuvo a punto de marcharse otra vez. Dos dígitos rojos parpadeando tuvieron la culpa. Ochenta y cinco. Había rozado la fatídica cifra que decide su traslado. «Matías, se me porte usted bien… Si me baja de ochenta y cinco, va a la UCI. No querrá dejar usted solo a don Manuel…», le susurró la voz quebrada de la enfermera sosteniendo su mano. La trascendencia de dos dígitos. Ochenta y cinco. Los mismos que mi edad. Matías achinó los ojos y sonrió bajo la mascarilla, asintiendo en un susurro mínimo, un hilo de voz que se evaporaba antes de llegar a su destino. Cada tres horas cambian mi postura y espero ansioso ese momento. De este lado, la visión es bien distinta. Un cuadrilátero azul en el que asoman a lo lejos los árboles insaciables del parterre, sus enormes brazos rugosos, los rosales, la fuente y sus marmóreos desnudos, la charca de peces anaranjados. Me asomo desde mi cama a ese mosaico de vida, lo acaricio con las yemas de los ojos. Me concentro en ese cuadro que se me brinda, en este íntimo privilegio que recrearé en mi mente. Hoy se ve el cielo limpio de los días de mistral. Apenas un resto de nube deja su rastro, es uno de esos días de primavera adelantada en los que el sol abriga. Ya huele a azahar. Imagino un batir de hojas, el sonido de la hierba al crecer. La luz atraviesa las persianas e imprime en la pared un mensaje en su morse particular. Es domingo, o eso creo, merece ser domingo. No un domingo cualquiera, un domingo más. Adivino el griterío de los niños en el parque. Unos chutan el balón, otros corretean en una persecución sin fi n. Lo más pequeños pasean de la mano de sus padres, de sus abuelos, impacientes, esperando su turno para deslizarse por el tobogán. Trepan por la escalera, un leve titubeo y la emoción del descenso. Al fi nal, alguien recogiendo su sonrisa. Apenas tres segundos y vuelta a empezar. Quiero ser niño también, descender una y otra vez por ese tobogán. Veo la imagen del pequeño Miguel que tira de mi manga y señala el quiosco de la esquina. Mi hijo nos observa desde un banco. Extiende la palma de la mano esperando que le de una moneda, su moneda de los domingos. «Para la colección de minerales, abuelo». Quiero responderle, pero algo me hace descender. Alguien grita desesperado nuestro número de habitación. Y la habitación se llena de sonidos urgentes, de rostros sin nombre que luchan por sostener una vida. «Se nos va… se nos va». Yo extiendo la mano para intentar tocar a Miguel, que se me dibuja cada vez más nítido, más cercano, y le respondo despeinándole el fl equillo «Claro, Miguel… Como cada domingo. Como un domingo más…»
* Ilustración de Marta Aguayo