Jamás te mataría, segundo premio de la II edición del Premio SEPAR Relato Breve
Hay momentos en que uno necesita respirarse, vivirse, pensarse, para seguir caminando en mitad de la niebla. Hoy es ayer, cuando el tiempo pesaba en mis pulmones y el aliento se me iba deshojando como un árbol quieto. Hoy soy otra vez aquel hombre desvelado y sangrante, aquellos ojos oscuros que sólo sabían mirar la hondura del barranco. Hoy es todavía ayer…
Ya te apresaron, malnacido. ¿Creías que ibas a aguantar viviendo en el monte como las alimañas? A ver, Sanchico, cántame a mí, el sargento Clavelé, una de esas canciones de monte que tan bien sabes. Venga, canta, si no quieres que te fusile.
“Tiene que llegar el día / que llores por mí querer…” canté, mirándole de frente, canté. El puñetazo me derribó. Las botas de Clavelé pateaban incansablemente mis
costados. Un río de sal y lodo corría por mi boca, por mis dientes, por mis uñas. Era un muñeco desarticulado, un rumor herido, acaso empezaba ya a ser olvido…
Encerradlo en el torreón árabe, nos servirá de prisión mientras llega el camión para el traslado a La Provincial. No dejéis pasar a nadie, que Sanchico descanse como un rey.
Aún oigo la risa del sargento, su voz de acero. Vuelvo a la oscuridad de la guarida, al dolor en el pecho, a las horas que dejaban de ser horas para ser cuchillo y fuego. Me costaba respirar, me ahogaba. Cerré los ojos y pensé en mi esposa Carmen, en el jazmín turbador que nacía en su vientre, en la cereza de sus labios, en su pelo oscuro que se derramaba en el lecho como la hierba. La boca se me agriaba, las lágrimas resbalaban por mis mejillas, porque nunca fue verdad eso de que los hombres no lloran, nunca fue verdad. Lentamente me fui sumergiendo en un sueño donde yo fui más que el dolor, más que la tristeza, más que una garganta asfi xiada. Allí fui desanudando los gritos hasta que fueron palabras, allí fui descosiendo la bruma para que fuera luz, allí habité de otra manera. No había temor, ningún viento desataría sobre mi alma el fragor de la tormenta.
¿Cómo dice, soldado? ¿Que Sanchico ha escapado? Sois unos verdaderos inútiles, os merecéis el paredón. En vez de estar alerta y vigilantes, os pasáis la noche bebiendo y durmiendo. ¡Sois un atajo de gañanes! Avisa a la comandancia que mande refuerzos, vamos a batir la sierra. Juro por Dios que encuentro a ese cabrón y a sus piojosos compañeros. Cuando recobré la conciencia, estaba en la cueva de Los Gatos. Los maquis me habían liberado, no recordaba nada. Me contaron que habían robado el caballo del señorito.
Don Ernesto para llevarme hasta allí. Habían traído al doctor Castelar, que siempre había prestado auxilio a los fugitivos de la sierra. Este comprobó que una costilla había lesionado las pleuras pulmonares. Tuvo que actuar de inmediato, evacuó el aire de la hendidura con una aguja y me fabricó un drenaje con los útiles que llevaba en su maletín. Mis compañeros se las arreglaron para conseguir los medicamentos necesarios para la recuperación. La fi ebre desapareció, y aunque no podía respirar del todo bien, había mejorado notablemente. Los soldados de Clavelé habían batido el monte, sólo quedaba la zona donde nos escondíamos, que era de difícil acceso por los desfi laderos. Pedro Postigo nos advirtió que no tardarían en dar con la senda que llegaba a la cueva si empezaban el rastreo por la ladera de la Luna. Nos preparamos para escapar cuando cayera la noche. De madrugada, guiados por un candil de aceite, comenzamos la huida. La marcha era lenta porque yo no podía caminar con rapidez. Una ráfaga de disparos llegó desde un cerro. Habíamos sido descubiertos. Les dije a mis camaradas que corrieran, que no miraran atrás, debían ponerse a salvo. Yo fui apresado en la emboscada.
Pero, ¿dónde te habías metido, Sanchico? ¿No te gustó el castillo que preparé para ti? ¿No fue del gusto de la princesita? Lo lamento, lamento que no te gustara. Lo elegí con mucho esmero, deberías estarme agradecido. Se me olvidó que eras el hijo del maestro, ese malparido que renegaba del mismísimo Dios para enseñar perversiones. Lástima que la vejez se lo llevara, porque si no, los dos ibais juntos mañana al paredón. Hala, cabrón, entra en el torreón. Esta noche seré yo mismo quien vigile. Al amanecer vendrá el padre Nicasio para ofrecerte confesión antes del paseo. ¿Que no lo necesitas? No seas como el necio de tu padre, Sanchico,
y ajusta las cuentas con el Altísimo antes de reunirte con él.
Al alba el cura entró en la celda del torreón para pedir la recesión de mis pecados. Le dije que no tenía nada de qué arrepentirme. El sacerdote rezó en voz baja, trazó en el aire la señal de la cruz y salió. El sargento me encañonó y comenzamos a caminar hasta las tapias del cementerio donde sería fusilado. A mitad de trayecto, Clavelé ordenó a los dos soldados que lo acompañaban que volvieran a sus puestos, asegurándoles que la tarea de la ejecución le correspondía sólo a él. Cuando llegamos me preguntó si quería que me vendara los ojos. Tras mi negativa, me señaló el lugar donde debía ponerme. A unos metros, él me apuntaba directo al pecho. Yo esperaba el momento definitivo, y en apenas unos segundos refugié en mi corazón el abrazo de todos los que me habían querido, todos los besos que fueron, todas las palabras que merece llevarse el que va a morir. El sargento apretó el gatillo y la bala se estrelló en la pared. Con voz enérgica gritó: “¡Huye, Sanchico! ¡Huye! Empecé a correr hacia el monte. Me refugié de la lluvia en un caserón medio derruido que se hundía en la espesura. Estaba vivo, el sargento no había podido
hacerlo. Juan Clavelé había sido mi compañero de pupitre y mi mejor amigo desde que íbamos a la escuela. Juntos nos íbamos al campo a buscar nidos, a trepar por los árboles, o al río a pescar truchas. Los días de tormenta le gustaba venirse a casa, para subir a la buhardilla. Mi padre tenía allí una enorme lámina con el aparato respiratorio dibujado, y todas sus partes rotuladas. Mirando aquella ilustración me dijo cientos de veces que de mayor sería médico, y que cuando estuviera enfermo él me salvaría la vida. Con una varita de avellano iba señalando las partes que primero operaría. Su imaginación infantil trazaba un peculiar laberinto desde la tráquea hasta los bronquios. “Creo que saldría de tu operación así”, le decía envolviéndome en una manta como si fuera la mortaja de un difunto. “Jamás te mataría” aseguraba, y luego comenzábamos a reír a carcajadas. Aquella maldita guerra llegó y nos separó sin un por qué, sin un empuje verdadero. Semanas antes habíamos estado juntos en las fi estas del pueblo, donde él tocaba el violín y yo cantaba en la misma panda verdial. Luego un río de pólvora y odio recorrió el pueblo y nos recorrió a nosotros. Pero en aquel último momento, Juan Clavelé lloró, porque no es cierto que los hombres nunca lloren. Juan Clavelé lloraba mientras el viento del alba arrastraba hasta mí su voz: “¡Huye, Sanchico! ¡Huye! ¡Jamás te mataría!”.
Josefina Solano Maldonado